El barroco indígena de Santa María Tonantzintla

por Verónica Aguirre

No puedo describir aquello que
los ojos logran en parte
conquistar.

—José Emilio Pacheco.

En ocasiones anteriores he tenido oportunidad de comentar el barroco exuberante de la iglesia de Santa María Tonantzintla. Ahora intentaré detenerme, no en la explicación del simbolismo en la decoración del templo, sino apenas en la conjunción de los dos mundos que ahí se encuentran: el indígena y el europeo.

Es interesante ubicar la construcción en el tiempo, porque para el siglo XVII, además de la consolidación económica y social de la Colonia, la población indígena se había arraigado, a través de la evangelización y el mestizaje, en el culto católico. Específicamente, la zona de Cholula era una región de gran productividad agrícola, y cuyos pueblos trabajaban en proyectos compartidos.

Por ello, no es extraño que la construcción y decoración del templo fueran obras comunitarias, a cargo de campesinos y caciques del lugar asesorados por clérigos y jesuitas. La propia comunidad contrató alarifes, yeseros, carpinteros, escultores, doradores y pintores.

En el mismo sitio donde en la época prehispánica existió un santuario dedicado a la diosa Tonantzin erigieron el templo católico dedicado a la Virgen María: Tonantzin, “nuestra madrecita”, a quien consideraban dadora de bienes y bendiciones.

Para muchos estudiosos, es un Tlalocan cristiano. Observados por miles de ojos en el interior del templo, entendemos un sincretismo religioso que nos lleva a un mundo desconocido, un paraíso perdido que evoca, a través de símbolos de todo tipo, una aventura mitológica que supera cualquier entendimiento religioso. Estudios de Sahagún y Clavijero identifican a Tonantzin con Centéotl, deidad prehispánica de la tierra y el maíz. En la mitología antigua, la leyenda cuenta cómo los dioses descendieron todos de una caverna. Ahí, un dios llamado Piltzintecuhtli estaba sentado con la diosa Xochipilli, de la cual nació un dios llamado Centéotl, quien se metió bajo tierra y trajo la semilla del maíz y del algodón. Es posible pensar que los frutos de estuco del templo de Tonantzintla evocan a estas deidades.

La cosmovisión mesoamericana expresada en el arte tequitqui (del náhuatl, ‘tributario’) plasma la iconografía indígena original, trasladándola a una estructura cristiana en un intercambio de identidades, y sólo observándolas con otra mirada descubrimos el sentido dual detrás de cada una.

Los muros, que albergan innumerables ángeles mestizos, niños con penachos, nanches, guayabas, capulines, chiles, aves, mazorcas y grutescos, contribuyen a comprobar la definición del barroco: horror vacui, miedo al vacío. En la cúpula, desde su centro, donde está el Espíritu Santo, se distribuyen en círculos concéntricos los coros de ángeles que parecen cantar alabanzas a la Virgen; Dios Padre, en el centro de la bóveda del crucero norte, tiene en la mano al mundo y la tiara papal sobre su cabeza, rodeado de ángeles y niños que son las almas de los bienaventurados. Cristo, con una cruz en la mano y la llaga en su costado, rodeado de ángeles, está en la cúpula del crucero sur. Las tres bóvedas nos muestran una Santísima Trinidad representada con símbolos redentores.

Sus retablos, encargados por mayordomos a talleres poblanos y dedicados a santos relacionados con la Virgen María, dan nuevos ejemplos del barroco.

Santa María Tonantzintla es el templo de un pueblo, un lugar donde sus habitantes buscan consuelo y el encuentro con la divinidad. Es una puerta abierta a la imaginación y al encuentro de estos mundos donde habitamos. “Existen otros mundos, pero están es éste,” nos dice el poeta.

Los textos de Antonio Rubial García y de Julio Glockner me guiaron en la escritura de este artículo.

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