Dos antiguas leyendas olvidadas

por Jaime Zúñiga

La novia de la Calle de Guadalupe

Vivía hermosa dama, hija de conocida familia, en la Calle de la Bajada de Guadalupe, hoy Pasteur Norte, después de la iglesia de la Congregación, entre las calles de 16 de Septiembre y Ángela Peralta; en esa casa, donde años después se instaló un colegio de monjas, al caer la noche, y de manera bien planeada, esta joven mujer —la mayor de tres hermanas— tenía gran habilidad para ingeniarse y ver a dos novios a diferente hora, sin que ninguno de ellos la descubriera durante mucho tiempo.

Se cuenta que los encuentros amorosos se prolongaban, mes tras mes, y ella no se decidía por uno de los dos para formalizar la relación. Es posible también que la costumbre y el tiempo hubieran propiciado cierta arrogancia, al verse alimentado el amor propio con tener cautivos a los dos galanes. Como fuera, la joven comentó el hecho en forma indiscreta con una amiga.

Para su mala suerte, su amiga, señorita de sólida formación moral para algunos, y para otros menos ingenuos más bien presa de la envidia (y sobre todo que uno de ellos le gustaba), dejó escapar la confidencia, de forma tal que el rumor creció y llegó a oídos ¡de los dos novios!

En el Querétaro de formación tan religiosa esto no podía suceder, era inconcebible que una señorita de buena familia mostrara una conducta tan ligera. Uno de los novios, tras despedirse con candoroso beso entre los férreos barrotes de la ventana, que como celosos guardianes de la virginidad se antojaban infranqueables, simuló retirarse y esperó oculto, embozado en las sombras de la noche. Con paciencia franciscana, observó con curiosidad el encuentro con quien llegó después que él, que entre pláticas, risas y algunos besos se prolongó por casi una hora.

Cuando el segundo joven se retiraba, el primero decidió abordarlo, dándose cuenta de que era de su familia: se trataba de su primo. Una vez que hablaron entre sí, el orgullo herido los impulsó solidariamente a dar un escarmiento a esta mala mujer.

Los primos platicaron varios días sobre el asunto, mientras los encuentros continuaban con aparente normalidad. Las citas siguieron, sin la menor sospecha de la joven.

Pero el plan estaba hecho. Para escarmentar a la novia sinvergüenza, y aparentando desconocimiento, el más fuerte de los dos, el que acudía en segundo término, le pidió un beso, y luego otro, sugiriéndole que por su gran amor separaría los barrotes para permitir un mayor acercamiento Así lo hizo, y cuando la joven sacó confiada la cabeza, ¡los cerró de forma tal que ya no pudo sacarla! Ella quedó estupefacta. Sus principios le impedían gritar y pedir auxilio: se pondría en evidencia.

A la mañana siguiente —con los primeros rayos del sol—, el movimiento humano se inició; las mujeres se encaminaban a misa de seis a la iglesia, y en la subida de Guadalupe, calle que las conducía a la Congregación, encontraron —para bochorno de la delincuente— a una joven llorosa que gemía entre los barrotes con el arrepentimiento reflejado en el rostro, sumado al frío de la mañana.

Durante muchos años pudieron apreciarse los barrotes doblados por la fuerza aplicada para rescatarla de su vergüenza, hasta que un herrero trató de restaurarlos y borrar la maniobra con que se castigó a la casquivana, y aunque el artesano trabajó lo mejor que pudo, hasta la fecha todavía puede uno —si se lo propone— notar las huellas que desde hace más de cien años quedaron como testigos mudos en esa ventana.

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