El balneario El Piojo

por Jaime Zúñiga
Lugar de abundantes aguas, con dos grandes ciénagas y muchos veneros, desde tiempos remotos fue paso obligado de grupos nómadas, y posteriormente se convirtió en asiento de los primeros pobladores de la zona. El paraje conocido como la Cañada llegó a ser uno de los más ricos productores de frutas, flores y hortalizas, actividades a las que los indios chichimecas se dedicaron con empeño hasta lograr que sus sementeras, repartidas por don Fernando de Tapia, fuesen las más ricas en las fértiles tierras de las vegas del Río Blanco.

Un distinguido militar, el “Capitán de la Acordada”, don José de Escandón, atraído por las bondades del lugar, adquirió las tierras donde se hallaba una ciénaga, la segunda en importancia de la zona. La principal era la conocida como el Capulín, y de ella brotaría el agua para surtir a Querétaro, conducida por la magnífica obra del Marqués don Juan Antonio de Urrutia y Arana. Aunque más pequeña, la ciénaga adquirida por don José de Escandón, conocido como el Conde de Sierra Gorda, competía en volumen del líquido con la del Capulín.

A principios del siglo XVII, la ciénaga del Capulín se circundó con una cerca de piedras y se prohibió la introducción del ganado en el predio, para evitar la contaminación de sus aguas. En 1726 se inició la construcción de la alberca colectora del agua. Ésta brotaba de cuarenta y tres veneros, y era encauzada por una acequia de cal y canto con rumbo a los arcos que la llevarían a Querétaro. De esta acequia, en la actualidad, solamente se conserva un tramo de escasos sesenta metros, y puede apreciarse en la curva de la “Y” de Emiliano Zapata. Desgraciadamente, un gran trecho se utilizó como cimiento de otras construcciones.

A la ciénaga y los manantiales de los baños de el Piojo los alimentaban abundantes aguas que escurrían de lo que después se conoció como el Socavón, un conjunto de galerías subterráneas con más de 1200 metros de longitud, que don Cayetano Rubio amplió para que por ahí saliese el equivalente a “un buey” de agua, medida que objetivamente describía un chorro del grosor del cuerpo de dicho animal. Estas aguas movían la turbina de la fábrica El Hércules y se sumaban a las del predio vecino del Socavón, conocido como Jáuregui.

Los indígenas de la congregación se bañaban en ambas ciénagas, por lo templado de sus aguas, que después destinaban al riego de sus terrenos. Don José de Escandón, para entonces un rico e importante colonizador y fundador de la Nueva Santander, hoy Tamaulipas, como acto de buena voluntad para el pueblo de San Pedro de la Cañada construyó una barda rematada en “lomo del toro” que retenía las aguas de los veneros, dándoles altura suficiente para que pudieran bañarse los indígenas, y construyó cinco cuartos de material sólido con techos de bóveda en cuyo interior había pequeños estanques, para que los utilizaran sus familiares e invitados. Este balneario, al igual que el puente que se construyó para cruzar el río, recibieron el nombre de su constructor: Baños y Puente de Escandón.

Don José de Escandón cedió estos baños al pueblo, para que con el dinero obtenido se realizasen obras de beneficio popular, y para que “se le mandasen decir misas, aplicadas por el descanso de su alma, cuando muriera”. Existe entre algunos de los viejos pobladores de la Cañada la conseja de que don José de Escandón mandó hacer los baños para que los indígenas, que no se caracterizaban por ser muy limpios, pudiesen asearse y “que se les saliesen los piojos”; de ahí proviene la primera versión sobre el origen del nombre con que se conoce a este lugar.

En 1914, don Venustiano Carranza viajaba a Querétaro en el Ferrocarril Central de México, cuyas vías estaban a unos pasos del balneario. Para entonces, éste se había trasformado en algo más decoroso, pues contaba con piso de cemento bajo sus aguas y una banqueta con escalones conducía a los “vestidores” techados y delimitados por unas tablas. La mejora era relativa, porque la estructura apenas cubría la intimidad de quienes ahí se quitaban los calzones, prenda que cubría del pecho a las rodillas, y dejaba ver toda la maniobra a quienes se hallaban alrededor. Por fortuna, acostumbrados ya al espectáculo, los presentes ni se inmutaban y seguían comiendo los ricos panes rellenos de piloncillo, con forma triangular, conocidos como “chorreadas”, que podía comprarse en la tienda y panadería de enfrente, junto al arroyo de los Charales.

Una mañana, cuando entre los cerros de la Cañada comenzaba a verse la claridad, el tren de don Venustiano hizo un alto para cumplir los deseos del primer jefe del Ejército Constitucionalista. Hombre atlético, bajó para refrescarse en el Balneario Escandón. El hecho se repitió en otras ocasiones, dados los frecuentes viajes de don Venustiano a la capital queretana desde 1914 y hasta 1917, cuando se promulgó nuestra Constitución. Cabe mencionar que el distinguido personaje siempre se sintió muy cómodo en la Cañada, como lo demuestran las frecuentes visitas al lugar para asistir a convivios políticos o sociales. En una de estas reuniones, el muralista Gerardo Murillo, el famoso Doctor Atl, cuestionó a don Venustiano sobre por qué había escogido a Querétaro para los trabajos del congreso constituyente, considerando que era una ciudad “reaccionaria”. El primer jefe habló calurosamente en defensa de esta ciudad y del lugar donde le gustaba estar.

En uno de esos días cuando, después de nadar plácidamente en el balneario, don Venustiano se disponía a salir, uno de sus cercanos notó que en las aguas de la alberca nadaban unos piojos; alarmado, puso en alerta a su jefe, quien sin inmutarse se vistió para subir a su carro del ferrocarril, y en los siguientes viajes decía irónicamente: “Vamos a detenernos en el Piojo, para bañarnos”, de donde resulta la segunda versión sobre el origen del nombre de este lugar. Y no faltaron los que, haciendo burla del hallazgo de estos insectos brincadores en la alberca, decían que “no era para tanto el escándalo, porque don Venustiano tenía más en sus barbas, y que algunos se le habían soltado, para nadar también”.

Hace unos meses, en plática con Rubén Ramírez, él me contaba que cuando don Venustiano Carranza, acompañado del general Obregón, el gobernador Federico Montes y otros rudos revolucionarios, acudía a las comidas de la Cañada (de las que dan testimonio viejas fotografías), en estas reuniones subían al columpio que colgaba de un gran sabino, y entre bromas y alegría se mecían festivamente. El sabino tiempo después se secó, y cuando lo derribaban para aprovechar su leña encontraron las alcayatas de donde se colgaba el columpio.

¡No puedo imaginarme al primer jefe del Ejército Constitucionalista, con su alta y recia figura y su característica barba, meciéndose en el columpio! ¡Y menos aún al general Obregón, sujetándose solamente con su mano izquierda!

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